domingo, 29 de noviembre de 2015

Picazón

De la nada apareció. Estaba en la cama, decidiendo si me levantaba o seguía durmiendo, porque ese tipo de cuestiones a veces llegan a tener la importancia que merecen y el mundo se divide entre la vida y el sueño, en esos momentos, ambos igual de tentadores. Pero algo empezó a entrometerse en mi meditación, algo descartó mis argumentos a favor y en contra, en contra y a favor; surgió de la nada, sin excusa, como un decreto, la picazón en la planta de mi pie derecho, planta que ahora era invadida por una ortiga y pedía a gritos la desmalezaran.

Lo peor es no poder echarle la culpa a alguien, porque cuando se es víctima de un mosquito, uno puede, en el mejor de los casos, mandarlo de un cachetazo al infierno, porque todos los mosquitos van al infierno o, por lo menos, eso quiero creer. Y si acaso hay de estos bichos en el paraíso, pues tal vez allí el repelente esté muy barato. Y en el peor de los casos, el diminuto drácula se saldrá con la suya, pero dejará la figura del odio a quien adosar todo tipo de maldiciones e injurias. Yo no podía descargarme con nada, sólo me quedaba rascarme y esperar a que los astros rompieran la alineación que maldecía mi desdichado pie. 

Un segundo pensamiento se me presentó: ¿y si era esta una oportunidad que el universo me daba? La salida fácil es rascarse, pero en ese caso uno gana en el corto plazo, el espíritu no percibe beneficio alguno ¿de qué sirve transitar esta vida si no se busca nutrir el alma? ¿cómo convertirse uno en un mejor ser humano si ante una prueba de temple elije tomar un atajo?. Decidí ser soldado en esta batalla. Entonces permanecí inmóvil, seguí con mi meditación como si nada pasara, aguanté los momentos de debilidad, sufrí la tentación de rascarme una y otra vez mientras la picazón aumentaba y mi pie imploraba misericordia. No lo escuchaba, mi tarea era decidir si levantarme o no. Cada minuto era una eternidad.

Como un relámpago que rompe en dos la oscuridad, salté de mi cama, no tenía caso seguir acostado, el sueño había caducado. Avancé algunos pasos y el demonio que me atormentaba desapareció. 

Ahora soy un hombre más sabio, ahora que un fuerte viento ha pulido parte de mi ser. Además (y principalmente) elegí no rascarme porque tengo muchas cosquillas y no hay nada peor que las cosquillas.
 

sábado, 14 de noviembre de 2015

Carlos Juan Carlos, the helium balloon chaser

Había una vez un niño llamado Carlos, o su nombre era Juan Carlos o Carlos Juan Carlos. Carlos Juan Carlos. A Carlos le fascinaban los globos de helio. Nunca había tenido uno, pero podía pasar horas mirando el racimo de uvas multicolores que se suspendía en el aire, a veces bailando con el viento, a veces tironeando de sus ramitas para escapar al cielo infinito.

Un día, mientras contemplaba aquellos esferoides, aquellos planetas sin órbitas, decidió que era el momento de hacer algo al respecto. "En un abrir y cerrar de ojos me convertiré en adulto y dejaré de interesarme por los asuntos verdaderamente importantes", se decía. Y reflexionaba, "en algún punto me enteraré que los globos no son mágicos, que no tienen vida, que no entrañan ningún misterio . En algún momento suscribiré a teorías que hablan de las densidades de los gases y dejarán de maravillarme".

Comenzó a elaborar un plan para robarse todos los globos que el payaso fríamente comercializaba como si fueran simples objetos. Pero no los iba a robar, los iba a rescatar. ¿Qué haría después con ellos? Los globos se lo indicarían.

Vigiló el comportamiento del payaso durante semanas y semanas. Conocía todos sus movimientos. Sabía, por ejemplo, que los jueves se iba temprano y los viernes llegaba tarde y con resaca, ¿cómo era posible que un ser tan irresponsable tuviera a cargo la noble tarea del guardián de globos?. También sabía que el comportamiento de los globos podía describirse usando una serie de Fourier y que en los días de baja presión, parecían apaciguarse. Conocía los tiempos de descanso del bufón. Al mediodía, antes de almorzar, se escabullía a orinar en los arbustos. La orina dibujaba una media parábola e incidía con un ángulo de sesenta grados respecto del suelo horizontal, ángulo que aumentaba hasta noventa, cuando el chorro empezaba a menguar. Carlos Juan Carlos sabía que este proceso duraba entre cuarenta y cinco y sesenta segundos, y unos dos minutos los viernes, los viernes de resaca.

Tenía estudiado todo, el cantar de los pájaros, los viejos del parque, las bicicletas, gente llamada Carlos. Todo.

Un viernes decidió poner en marcha su plan. Todo estaba ideado perfectamente, iba a funcionar como un reloj suizo, o como el suizo Roger Federer, o como el suizo Roger Federer usando un reloj suizo. El payaso comenzó su rutina. Carlos Juan Carlos, quien se dejaba apodar Carlitos Juan Carlos, pues nadie se animaba a aplicar los dos diminutivos ("cada Carlos es más importante que el anterior", sostenía Carlitos Juan Carlos, máxima que su padre, Carlos Juan Carlos Carlos Juan Carlos Carlos, le había dado en su lecho de muerte), se acercó lentamente a su víctima.

El incauto payaso sostenía los globos en el lugar de siempre, Carlitos se acercó, le dió con toda su fuerza un puntazo en la pantorrilla derecha, manoteó los hilos y se echó a correr con el tesoro. El plan había sido un éxito. 

Podría uno objetar que su plan no era brillante ni mucho menos, que no hacía falta tanta inteligencia y esfuerzo, y estaría en lo cierto. Pero a Carlos le gustaba recopilar datos inútiles, como aquella vez que estimó la media mensual de automóviles que pasaban por enfrente de su casa, con un error de cálculo del 10%, sólo para cruzar la calle (y casi lo atropelló una moto).

No hubo tiempo de admirar la cara de dolor, odio, resaca, ganas de orinar y, tal vez, intriga, que escondía el payaso tras su sonrisa tristemente maquillada. Carlos Juan Carlos corría como el viento, Carlos Juan Carlos era uno con el viento. En su mano llevaba los hilos de la libertad.

De pronto, una imperfección en el terreno hizo que el niño tropezase y volara junto con los globos. Cayó mirando al cielo mientras veía cómo las esferas emprendían su retirada al espacio, que es a donde pertenecen. Esa era la voluntad de los globos, finalmente le habían dicho qué hacer. Mientras los contemplaba, algo le perturbó, notó que flotaban hasta cierta altura y empezaban a moverse hacia los costados, los mediocres, chatos costados. Entonces, mientras observaba la escena, mientras oía los gritos del payaso que se acercaba a darle la correspondiente paliza, quitó su vista del firmamento y se dio cuenta que en la vida no vale la pena arriesgarse por cosas que no pretenden atravesar el cielo. Y lo fajaron fuerte.

sábado, 7 de noviembre de 2015

El auto del Vasco

La noche había muerto. Las tinieblas del salón se vieron acosadas por los haces de luz que se filtraban por las ventanas cerradas. Uno podía mirar al suelo y ver una eternidad de vasos como asteroides a la deriva en el espacio infinito. Y una fina capa de barro lo cubría todo como el éter. La escena era algo parecido a un terrible sueño en el que una horda de muertos vivientes emergen de un pantano. Nosotros éramos los muertos.

Salimos a la calle. El sol nos tomó por sorpresa y miles de ojos se entrecerraron hasta al fin acostumbrarse. Miraba a mi alrededor y veía a un montón de jóvenes ebrios y felices. Tal vez fuera por mi edad, tal vez me había perdido de algo, tal vez me faltaba alcohol, pero no compartía la emoción, yo solamente quería irme a casa. 

De golpe, como una cachetada, como una piñata que explota, apareció el frío. O acaso siempre había estado allí, pero no lo habíamos notado. En una actitud patotera exigimos al Vasco ir a su auto. Sin decir nada, el dueño del vehículo empezó a caminar en la dirección de su casa. Hicimos media cuadra y lo vimos. Estacionado ahí, esperándonos, ilusionándonos con su calefacción, con un viaje tranquilo a nuestros hogares, a nuestras camas. Nos detuvimos expectantes frente al Bora celeste. El Vasco metió la mano en el bolsillo de su camisa, luego en el bolsillo izquierdo de su jean, en el derecho y en todos los recovecos de su vestimenta. Repitió la acción cual coreografía unas tres veces. Las llaves habían desaparecido. Nos miró con una tranquilidad admirable, casi exagerada y nos dijo - muchachos, perdí las llaves -. Comenzó a caminar hacia su casa, que estaba a dos cuadras de nuestro lugar. Juancito se apuró a preguntarle -¿estás yendo a buscar la copia?-. No hubo respuesta, sólo una mirada que interpretamos de afirmación.

Veinte minutos estuvimos esperando. Con ese frío ya instalado en nuestros huesos, con ese sol que más alto se elevaba, mezquino, acaparando todo su calor. ¿Le habría pasado algo al Vasco? ¿encontraría las llaves? pensamientos más oscuros empezaron a aparecer en nuestras mentes, ¿había sido capaz de irse a dormir y dejarnos a la deriva? El tiempo avanzaba, la última incógnita se hacía certeza.  

De un momento a otro empezamos a tomar conciencia de nuestra situación. Teníamos que caminar. Yo, en particular, debía atravesar medio pueblo hasta llegar a mi casa. El panorama era trágico. El Bora nos hacía de apoyo, nos miraba y se disculpaba por la maldad de su dueño, nos miraba tan sorprendido, tan defraudado como nosotros. A él también lo habían abandonado, a él también lo habían traicionado.

Con la derrota aceptada, nos disponíamos a emprender la caminata. La horrible, eterna, pesada, fría caminata. De pronto, un auto apareció en escena, aminoraba la marcha, se acercaba a nosotros, era un auto conocido, ¡Era Víctor! ¡Era el pozo de agua en el desierto!. - ¿muchachos, qué hacen? - preguntó. Mientras le explicábamos lo sucedido, su expresión empezó a cambiar ¿esbozaba una sonrisa? esbozaba una sonrisa. Cuando terminamos el relato, soltó una carcajada: - ¡Pero ese no es el auto del Vasco!. Ahí nos acordamos que habíamos ido a pie a la fiesta, ahí nos dimos cuenta que nuestro amigo nos había bailado sabroso.
















martes, 3 de noviembre de 2015

While my birra gently weeps

¿Cuánto tiempo me esperaste en la oscuridad, en esa fría oscuridad, poniéndote linda para mí? ¿cuánto tiempo hasta que tu corazón empezara a endurecerse? ¿cuánto hasta que tu ilusión se cristalizara? Esperaste con eterna paciencia, sin abrigo alguno, a que te rescatara, a que cambiara tu destino. Esperaste que llegara y le diera sentido a tu existencia. Pero la puerta siguió cerrada. Y tu piel, ahora blanca, empañada por el frío, de un momento a otro se agrietó. Y de tu boca, de tu silenciosa boca, comenzó a salir espuma, que es tu forma de llorar.

Explotaste en soledad, explotaste de tristeza porque te abandoné. Te dejé morir en esa oscura habitación. Y ahora tu esencia está en todo lo que te rodeaba. Y yo no puedo dejar de lamentar lo tonto que fui, cómo descuidé tu amor, ¿cómo voy a olvidarte, birra en el freezer?

sábado, 31 de octubre de 2015

Con Anchoas

         A punto de cerrar mi pedido, lo habitual, una grande de muzza, antes de hacer el último click, como una ráfaga de viento que abre una ventana de golpe, se me ocurrió pedir como adicional unas anchoas. Hay momentos en la vida de un hombre en que debe animarse a salir de la rutina. Las anchoas eran un grito de rebelión contra el destino. Eran una piedrita en el delicado engranaje de un reloj. Ahí sí, fue el click nomás.

         Debo decir que encomendé la noble tarea del pizzero a un mercenario como Zapi. A veces el dinero no alcanza para contratar un sicario y no queda otra opción que contentarse con adquirir un frasco de veneno y encargarle el asunto a un amateur.

         Mis ilusiones se escurrieron como arena entre los dedos después de la primera hora de espera. Como no tenía intenciones de interactuar con otros seres humanos, no me digné a llamar al local a ver qué estaban tramando. De todas formas mi paciencia descansaba en dos milanesas que hacían vigilia en la heladera. Pasados treinta minutos más, dichas milanesas sirvieron con gusto a la patria y se batieron a duelo con el hambre que había poseído a mi organismo mortal. Su sacrificio jamás será olvidado.

         Llegada la medianoche, mientras abstraído contemplaba el vaivén de las hojas de un árbol, sonó el portero. No podía ser la pizza, esa ya era una batalla perdida, seguramente se tratara de mi hermano, el legendario y controvertido Sunga (más controvertido que legendario). Al levantar el tubo, para mi sorpresa, una voz desconocida anunció la llegada de mi comida. Con indiferencia la busqué. El marihuano del delivery me entregó una caja tibia que me advertía sobre la temperatura del contenido. Habían sido dos horas de espera. Para mis adentros pensaba si correspondía darle propina o regalarle una mirada de desaprobación tan fría como la pizza que ponía en mis manos. Pobre muchacho, tal vez no había sido su culpa. Le dí cinco pesos. Pero no le dije buenas noches.

         Apoyé la caja en la mesa ratona y me dispuse a abrirla. La caja era un pimpollo, la pizza era la flor, yo era la primavera. No tenía hambre, pero la abría con la curiosidad de quien busca en internet el paradero de algún viejo amor. El contenido me impactó, las anchoas no descansaban en su sueño eterno sobre el digno colchón de queso, no. Se trataba de una pizza de anchoas. Al lector desprevenido le explico que hay una diferencia importante entre pedir una muzza con anchoas y pedir una pizza de anchoas. La segunda no conoce el cálido abrazo del queso.

         ¿Cómo explicar mi desilusión? El olor emanado había despertado no sé si el hambre, pero sí las ganas de comer. Derrotado, sin dignidad, le abrí los brazos a dos porciones y las invité a pasar. Entonces me di cuenta que el destino se había burlado de mi grito de rebelión, me había dado una terrible lección, la suerte es una generala servida en el cubilete del universo.